Publicado anteriormente en: La Nación.

Hace algunos años, en una de sus visitas a Buenos Aires, le preguntaron a Mario Vargas Llosa si era progresista. En aquel momento sonó agresiva la cuestión, como si se infiriese a priori que no lo era. Es la forma de desnudar a quien niega ser negro, judío, gitano, homosexual o alguna de las muchas condiciones que se discriminaban (y discriminan) en el mundo. Ahora, no ser “progre” implica un estigma. Lo menos que se le achaca es ser “neoliberal”, un término que no es fácil de definir. El escritor se limitó a una respuesta educada o, quizás, evasiva. Hubiera sido conveniente que le preguntase a la entrevistadora qué entendía ella por “progresismo”. Entonces le hubiera transferido la carga de explicarse.

Por lo general, el progresismo se asocia a los partidos políticos llamados de izquierda, en oposición a los conservadores, llamados de derecha. Preconizan el progreso (valga la redundancia) en todos los órdenes. Pero resulta que muchos de los partidos y líderes que se proclaman de izquierda llevan a cabo políticas crudamente opuestas al progreso: tiranizan a sus naciones, cercenan la libertad de opinión, generan pobreza, someten la Justicia a los miserables intereses del grupo dominante, son hipócritas, desprecian la dignidad individual, corrompen la democracia, debilitan las instituciones democráticas, quiebran la senda del derecho y otras calamidades por el estilo.

No obstante, por la simple razón de exhibir carteles que los definen como “de izquierda” o “progresistas”, quedan protegidos por el escudo de una excepcional impunidad. Sin ese escudo, hubieran sido objeto de impugnaciones muy severas. Imaginemos que el gobierno actual de Venezuela estuviese compuesto por figuras que no se llaman a sí mismas “progres” y se las considerase “de derecha”. Y que, como el actual, hubiera surgido de elecciones poco claras.

Supongamos que un gobierno desprovisto del maravilloso título de “progre” cercenara el disenso, metiera en la cárcel a los opositores, cerrara medios de comunicación que le resultan molestos, reprimiera manifestaciones y asesinara a decenas de ciudadanos en la calle. ¿Qué ocurriría? Seguro que habría incontables y muy sonoras expresiones de condena. Líderes que en este momento son tibios o cómplices activarían a las organizaciones internacionales para detener los abusos de ese poder. Se enviarían comisiones investigadoras, se escucharía a los disidentes, se difundirían con más intensidad sus crímenes, se implementarían sanciones políticas y económicas. No hay duda de que se haría todo eso y aún más.

Pero resulta que el gobierno de Venezuela se llama “progre”. Nació con la arrogante pretensión de crear un hombre nuevo (pretensión mesiánica que se repite de tanto en tanto y adquirió febril intensidad en 1917, con la fundación de la Unión Soviética). Cambió el nombre de la nación con el agregado de “bolivariana” y se proclamó adalid del “socialismo del siglo XXI”, que sanaría las fallidas experiencias autoritarias del pasado. Desgraciadamente, igual que en las experiencias anteriores, fue hundiendo al país en las ciénagas de una dictadura empobrecedora, ignorante y brutal, que solo mantiene como fachada la convocatoria a elecciones, a las que se contamina de fraude antes de que se realicen.

La revolución cubana también fue “progre”. Muy progre. Millones creyeron en ella con ingenua esperanza. Modestamente, yo también.

Pero los ideales solo flamearon en los discursos y las racionalizaciones. La gran revolución que devastó esa hermosa isla y ensangrentó con aventuras guerrilleras América Latina, África y otros continentes degeneró pronto en una dictadura unipersonal férrea, asesina y estéril. Los hermanos que la condujeron pueden ostentar las medallas de tiranos seniles. Pero a ese gobierno inepto, delirante, corrupto y asesino se lo sigue considerando “progre”, es decir, de izquierda. La razón es simple: como se ha proclamado progre y sigue diciendo que es progre, brinda certificado de progre a quienes lo apoyan, aunque ese apoyo cause náuseas.

Corea del Norte es una dictadura que ha elegido el aislamiento monacal. Es de izquierda porque nació con las bendiciones de la URSS y China y sus líderes se proclaman marxistas-leninistas. Pero su socialismo ha optado por una forma de sucesión que debe convulsionar los huesos de Marx y Lenin, porque impuso el reaccionario modelo de la monarquía absoluta. Algo que ni siquiera en estado de delirio aquellas grandes cabezas hubieran sospechado. Corea del Norte funciona como un colchón entre China y Corea del Sur y quizá por eso la dejen sobrevivir. El pueblo tiene hambre y debe mendigar comida, pero se gastan enormes cifras en bombas atómicas. Contra ese régimen no hay manifestaciones universitarias, ni políticas, ni de organismos humanitarios, porque repica su condición de “progre” mediante su odio al gran enemigo que encarna el imperialismo yanqui.

Desde hace décadas, ser enemigo de Estados Unidos condecora de inmediato con la credencial de “progre”. No hace falta más.

Llama la atención la escasa fortuna que ha tenido una obra mayúscula como El libro negro del comunismo. Con una documentación farragosa y estilo subyugante, pasa revista de las experiencias de izquierda, progres, que se concretaron desde comienzos del siglo XX. Los conflictos entre los reformistas socialdemócratas y los revolucionarios comunistas dieron por mucho tiempo ventaja a los comunistas. Tanta ventaja que ahora, cuando el comunismo ya está desenmascarado como una corriente ciega que en la práctica nunca genera más libertad ni justa inclusión, todavía sigue gozando de tolerancia o silencio. No abundan las condenas a Stalin, los gulags, a Mao, a Pol Pot y a los dictadores de las mal llamadas “democracias populares”. No son recordados como líderes de etapas tenebrosas que deben estudiarse para no repetirlas ni por asomo.

Con gran acierto, Horacio Vázquez Rial calificó a estos “progres” como la “izquierda reaccionaria”. O “perversa”. ¡Gran definición! Los discursos de esa izquierda son engañosos, aunque escondan la palabra comunismo y la reemplacen por socialismo, progresismo, nac & pop u otras variantes. No conducen a una mejor democracia, ni a la consolidación de los derechos individuales y colectivos, ni estimulan el pensamiento crítico, no consiguen un desarrollo económico firme, odian el respeto a las opiniones diversas, destruyen la meritocracia en favor de la burocracia y la ineptocracia nutridas por el poder de turno. Operan como la trampa de almas ingenuas u oportunistas, que no son pocas.

Como observación final, hago votos para que la palabra progresismo solo se aplique a quienes de veras quieren el progreso (no lo contrario), la modernidad, la justicia, la decencia, el respeto, la ética, las instituciones de una vigorosa democracia y los derechos asociados siempre a las obligaciones.