Cerca de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires hay un bar. Por sus ventanas generosas puede verse como el sol cambia de intensidad, desde las primeras horas de la tarde hasta el crepúsculo.

Justo al atardecer, el profesor Dante W. Vallasciani entra en ese bar, ocupa su mesita, pide un sándwich a la plancha y un jugo de naranja, y se pone a revisar apuntes.

Conserva esa costumbre desde hace muchos años.

Hombre de una excesiva timidez, Vallasciani no habla con nadie, aunque intercambia discretos saludos con los alumnos y colegas que van entrando y saliendo al ritmo de los horarios de clase.

El profesor sabe que ellos le conocen: es uno de los más prestigiosos docentes en su especialidad. Y le gusta confirmar oyendo los murmullos que sobrevuelan las mesas, entre fotocopias y apuros, cuando alguien descubre que él está allí.

Muchas veces el bullicio le arrebata la concentración: ganaría más tiempo trabajando en la biblioteca, pero en el bar de la Facultad el pan tostado y la buena fama le caldean esos momentos solitarios.

Esta historia comienza un día en el que algo alteró la rutina del profesor.

En aquella ocasión, Dante Vallasciani levantó la vista del sándwich, desde su mesa de siempre, y se encontró con una frase escrita en rojo vivo, sobre el blanco de un muro, al otro lado de la calle.

Desde la ventana del bar leyó con perplejidad:

El mejor maestro es el tiempo….

El profesor tosió, un poco incómodo. Le molestaba aquel postulado de brocha gorda: sintió como si la calle de pronto opinara que sus desvelos no eran suficientes. Después de tantas oposiciones ganadas, con toda su honestidad intelectual y su antigüedad a cuestas después de una trayectoria que había abarcado desde escuelas rurales hasta institutos de prestigio internacional, ahora ese repentino garabato venía a gritarle que él no era el mejor maestro.

– Es competencia desleal -se dijo. Contra el tiempo no hay oposición ni méritos que valgan.

¿Qué opinarían de esto su madre, jubilada intachablemente como “maestra especial”, o su padre que llegó a ser director fundador de un colegio?

Vallasciani abandonó el bar dejando el juego intacto, su sándwich por la mitad, y ninguna propina.

– Ni siquiera puedo impugnarlo -rumiaba.

Pasaron dos días y mucha angustia en la existencia del veterano profesor. No había vuelto por el bar de la Facultad.

Con el último sol del tercer día volvió a su mesa, y no resistió la tentación de mirar por la ventana. A renglón seguido de aquella frase, como completándola, ahora podía leerse en la pared:

….pero mata a todos sus alumnos.

El profesor Vallasciani saboreó la miga crujiente del pan tostado, disfrutó el jugo de naranja y se relajó en un suspiro profundo. Disfrutaba de la lectura completa de aquella frase, convertida ya en una especie de broma inofensiva.

Se encontró a sí mismo en el lado bueno de la vida, y con una certeza en el corazón: volvía a merecer el cariño y el respeto de la gente (las reglas ocultas del universo colocaban otra vez todo en su sitio).

Y hasta se sintió menos solo.

Pese al baño exhaustivo que se había dado antes de salir, el profesor se había dejado una mancha de color rojo vivo en la palma de su mano derecha: era el último resto de su travesura nocturna y, a cierta distancia, podía confundirse con una inocente gotita de sangre.

Texto original de E. A. E.

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* Nota editorial:

Agradecemos la transcripción y publicación autorizada por la editorial EDIBA S.R.L. exclusivamente para PULSO PYME. Para más detalles y materiales visitar: www.ediba.com

Bibliografía:

EDGARDO ARIEL EPHERRA y ADRIAN BALAJOVSKY. Un recreo para el corazón. Obras Maestras. Historias, anécdotas, conversaciones y testimonios. Narrados por docentes para entibiar el alma, sonreír y seguir creciendo. Editorial EDIBA. Argentina, Bahía Blanca. 2004. Pp.: 17 – 19.

Fotos: Cortesía de PIXABAY.