Apenas obtuve el título de profesor de Educación Física, comencé a trabajar en uno de los C.E.C. de mi ciudad. Estos son Centros Educativos Complementarios y, como su nombre lo indica tienen la finalidad de brindar un complemento a la educación tradicional que reciben algunos niños –en su mayoría procedentes de barrios marginales, y en muchos casos víctimas de precarias situaciones económicas y familiares.

Me he encontrado con muchos casos en los que los niños debían ir a trabajar después de pasar cuatro horas en el colegio y otras tantas en el C.E.C., donde además de ofrecerles apoyo escolar, se les da una comida. En mi caso, además de la actividad física también les damos un baño.

Aquí conocí a un niño que me marcaría para toda la vida. Se llamaba Rafael, tenía el pelo oscuro, grandes ojos negros, complexión delgada, y en su cara tenía siempre una sonrisa para compartir.

Rafael vivía con su madre en una casa precaria de las afueras de la ciudad. Su padre les había abandonado unos años atrás. El muchacho tenía cuatro hermanas, él era exactamente el del medio, y tenía nueve años. Siempre atento y dispuesto en las clases, ayudaba en lo que fuera necesario, y si bien no parecía tener grandes condiciones para los deportes, participaba activamente en todos.

Cierto día organizamos junto con personal de lo C.E.C. un campamento de fin de semana; todo el mundo estaba muy entusiasmado, ya que estos niños no tenían muchas oportunidades de viajar.

El ayuntamiento nos consiguió los medios de transporte, el centro de profesores de Educación Física facilitó algunas tiendas de campaña, los vecinos colaboraron con alimentos y, poco a poco, fuimos organizando todo para el gran día.

Cuando llegamos a la playa de Pehuen Có, en la generosa costa atlántica bonaerense, comenzamos a montar las tiendas en un camping junto al mar.

Por la noche preparamos un gran fuego, alrededor del cual nos reunimos para cantar, compartir algunas anécdotas y conocernos un poco más. Rafael –según su costumbre- seguía cada acontecimiento como si fuera el más importante. No sólo montó su tienda, sino que ayudó a cuantos pudo en los más diversos quehaceres.

Antes de irnos a dormir, y a la luz de la luna llena que iluminaba la playa, salimos con el grupo a caminar por la orilla del mar. Todos nos llenábamos los pulmones con ese aire salado y fresco, mientras el rumoroso silencio se nos iba metiendo por los oídos hasta el alma, en medio de aquella inmensidad que nos empequeñecía. Estábamos descalzos en la playa desierta, y la espuma de las olas nos acariciaba los pies. Miré el semblante de Rafael, que caminaba cerca de mí; estaba iluminado por el asombro.

De pronto, en una especie de bahía que se formaba en la playa, vimos esparcidas numerosas estrellas de mar. Comenté al grupo que éstas llegaban allí con la marea, y que cuando la marea se retiraba las estrellas quedaban varadas en la arena.

El fenómeno les pareció llamativo y quisieron saber más.

Finalmente -les expliqué-, con la salida del sol esas estrellas de mar mueren deshidratadas en la costa.

Seguimos caminando, algunos ensimismados con el paisaje nocturno, otros gastándose bromas, y unos, algo más apartados del grupo, empujándose entre risas. Entonces vi que Rafael corría desde la playa al mar, volvía a la arena, cerca de nosotros; luego se agachaba, se daba la vuelta y volvía a correr hasta el borde del agua. ¿Estaba descargando físicamente la ansiedad y las emociones del viaje? ¿Creaba pasos para una grotesca danza? ¿Había inventado algún enloquecido juego de saltos acrobáticos?

Nos acercamos con el grupo para ver que ocurría, y vimos que Rafael estaba juntando las estrellas de mar, una por una, y las arrojaba con fuerza al agua.

Le pregunté qué estaba haciendo, y sin detenerse en su tarea me dijo:

– Estoy recogiendo estrellas de mar, para salvarlas antes que el sol las deshidrate.

– Pero Rafael -le aclaré, entre divertido y alarmado-, “tu esfuerzo no va a cambiar nada, es imposible salvar a todas las estrellas de mar que quedan varadas. ¡Hay cientos, tal vez miles, y no sólo aquí, sino también en otras playas!”

Sin apaciguar su fervoroso empeño, como si no hubiera escuchado lo que le había dicho, se inclinó a recoger una nueva estrella de mar:

– Profe, tiene razón; es imposible salvar a todas, por más trabajo que uno se tome…

Entonces hizo una pausa, y me miró a los ojos:

– Pero se equivoca al creer que mi esfuerzo no cambia nada. De algo estoy seguro: por lo menos para ésta, algo cambiará.

Apenas había dicho aquella frase, Rafael arrojó su estrellita de mar al agua con idéntico entusiasmo, sonriendo satisfecho.

– “Para ésta algo cambiará”, fue el conjuro que quedó suspendido en el aire.

De un momento a otro vi que todo el grupo se había sumado a la tarea de Rafael, en una especie de ritual silencioso y magnífico.

Entonces vino hasta mí una pequeña ola marina, dejó su huella de espuma acariciándome los dedos desnudos, y volvió a retirarse. Junto a mi pie derecho había quedado una diminuta estrella de mar. La tomé entre mis manos y repetí el gesto de todos los demás. “Para ésta también cambiará algo” -pensé-

Yo también había salvado mi estrella.

Texto original de A.B.

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Bibliografía:

EDGARDO ARIEL EPHERRA y ADRIAN BALAJOVSKY. Un recreo para el corazón. Obras Maestras. Historias, anécdotas, conversaciones y testimonios. Narrados por docentes para entibiar el alma, sonreír y seguir creciendo. Editorial EDIBA. Argentina, Bahía Blanca. 2004. Pp.: 112 – 115.